GASTRONOMIA

miércoles, 12 de octubre de 2011

LA CONQUISTA, Por Andres Berger Kiss


Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano  (1485-1547)

La neblina se levanta con lentitud cuando el sol temprano se remonta por la cordillera.  Párate en alguna de las colinas mirando cualquiera de los ríos que se precipitan por los abismos hasta perderse en la lejanía de los valles inmensos, viajando constantes entre las bóvedas verdes de las selvas en su curso inevitable hacia el mar, y si fue aquí donde naciste, si en esta tierra viviste tu juventud, si por estas laderas están enterrados tus antepasados, sabrás que te pertenece.
            Ya verás que la neblina se desvanece con el tiempo y con el ardor del día, y que los verdes, vastos campos, se aclaran, exhibiendo su infinita belleza.
            En el Sur hay una cadena de montañas que surgen del mar contra el viento hostil del Occidente.  Comienza donde la tierra es fría, oscura y desierta.  A veces las colinas se rinden y caen de nuevo en el mar, pero poco a poco se rebelan contra las aguas turbulentas que no las dejan surgir y moviéndose hacia el interior del continente se encaraman hacia el cielo formando las alturas más soberanas del mundo.  Si miras hacia el Oriente verás primero las pampas salvajes que parecen extenderse hasta el infinito.
            Si caminas hacia el Norte, verás selvas impenetrables, enmarañadas con ríos profundos.  Después, mucho más al Norte, por los mares cálidos, por las playas de arenas suaves donde se abren los horizontes, sentirás la sensualidad del trópico en las laderas fértiles y en los valles de belleza incomparable donde te sentirás abrazado por las montañas de tu tierra.
            Aun cuando fueras un extraño que jamás vio este lugar, sabrás con certeza que el camino hacia una patria tan hermosa no existe; y si dejaras que esa tierra se te metiera entre las venas te darías cuenta de que la quieres porque lo que promete es libertad.
            Pero si hubieras vivido aquí diez mil años y ya ni siquiera pudieras distinguir tu mano de la tierra que empuña; si hubieras escarbado esta tierra con el sudor diario de tu trabajo; si en tu idolatría hubieras moldeado su barro para adorarlo; si tu madre te lo hubiera restregado en tus entrañas aún antes de tu nacimiento; y sin embargo, ni tu amor, ni tu trabajo, ni tu muerte lograran hacerla tuya, entonces ni cielo, ni tiempo, ni los dioses, ni las cien plagas asquerosas cuyas crueldades y pestilencias han sido tus compañeras, ni siquiera el fuego infernal de los hijos tiranos del conquistador con sus armas ultramodernas de acero, podrán prevenir que algún día te levantes con tus puños rasgando el cielo a reclamar lo que es tuyo y lo que eres; y sabrás tan seguramente como sabes que nada existe en el mundo de hermosura igual a lo que ves desde las cumbres de tus cordilleras, que no importa cuánto demores, llegará el día cuando saltes enfurecido como el cóndor de tus montañas para sacarle los ojos a tus opresores; o cuando te le acercarás sin ser notado a la hora menos prevista, como te lo enseñó la víbora que se arrastra por tus desiertos, para envenenarle la sangre a tus atormentadores, arrebatándoles la tierra que te pertenece, recobrando para siempre lo que le robaron a tus abuelos; porque la tierra es de aquellos que la tocan con ternura, con su aliento y su sudor.  Y tú, que estás parado en aquella cima, sabes mejor que nadie que es éste el único conocimiento que te ha fortalecido desde aquella madrugada implacable cuando tu sojuzgador apareció hace ya más de quinientos años, envuelto en la bruma del río, cuando primero oíste el ruido atronador de los cascos de su poderoso caballo arrasando tu plácido valle sorpresivamente, con aquel desaforado jinete de la lanza y el armazón, el escudo impenetrable y la cruz, aquel ente que resultó ser un hombre como tú pero que al verlo por primera vez no lo pudiste diferenciar de la bestia que montaba porque jamás los habías conocido, cuando viste a aquellos conquistadores barbudos que rugían en un idioma extraño, cuya piel era tan blanca como la espuma de tus ríos y que anhelaban por el oro como nosotros anhelamos por el agua cuando en nuestro largo viaje corremos sedientos por los lejanos desiertos, o por la sal cuando la carne de la caza está por ser consumida, o como siempre anhelaremos por la libertad.
            Antes de que los invasores llegaran a nuestro pueblo, reunimos todo el oro y todos los tesoros de nuestros amados dioses y los llevamos a la cima de la colina donde nacimos por generaciones, donde nos esperaba un lago, donde uno no debía temerle al mal porque un dios estaría allí siempre protegiéndonos, uno de día y el otro de noche, sol y luna mirando hacia abajo.
            Éramos más de mil los que subimos a la cima de la montaña aquel día, contando las mujeres y los niños.  Los viejos, los infantes y los enfermos se quedaron en el pueblo.  En silencio arrojamos todas las posesiones codiciadas por el guerrero blanco en la parte más honda del lago.  El oro y las imágenes talladas y adornadas con piedras preciosas que para nosotros eran sagradas, se hundieron rápidamente en las sombras profundas e inaccesibles.
            ¡Los ecos sonoros de los cascos de las bestias se oyeron a través de las montañas!  ¡Y luego apareció, envuelta en las sombras de la muerte, azotando el valle con el galope frenético de sus briosos corceles, aquella monstruosa cabalgata, con la antigua blasfemia de feroces conquistadores en los labios lívidos; y la erizada, enloquecida estampida estalló repentinamente con un atronador satánico, dejando atrás sólo la huella macabra de sangre y cenizas!
Selva Amazónica
            Al día siguiente las chozas todavía en llamas como antorchas humeantes en la inmensa cicatriz inflamada del valle, crepitaron hacia el cielo palpitante donde la llaga abierta del sol se desangraba febrilmente.
            Pero ni el oro ni los dioses fueron hallados: sólo algunos sobrados entre las ruinas abandonadas en la prisa del éxodo.  Los invasores esculcaron cuidadosamente cada choza antes de quemarla y su furia aumentó hasta convertirse en frenesí al segundo mediodía cuando al fin arrancaron una confesión a una de las sangrientas lenguas moribundas que torturaron sin compasión.
            Los conquistadores subieron en fila por la colina, profanándola por primera vez, en busca de los aldeanos y del oro que no se dejaban atrapar, seguros de encontrarlos en la cima, junto al lago.  Pero al volcarse en su apremio sobre la cumbre de la colina una orgía funesta los sobrecogió súbitamente y un olor sofocante de putrefacción los sobrecogió, haciéndolos retroceder, espantando a estos indómitos corceles cuando vieron el aleteo de millares de agitadas plumas de incontables buitres, aplauso de una muchedumbre diabólica de alas negras -ovación de la muerte al victorioso- mientras que revoloteaban salvajemente en nubes siniestras de cadáver a cadáver con sus festivos picos rojos y garras disputándose, ávidos y glotones, los pedazos desgarrados de intestinos; estas aves de rapiña que se tragaban la carne, que ya comenzaba a descomponerse, de los aldeanos que se habían ahorcado de las ramas de los mangos que rodeaban el tranquilo lago donde muchas mujeres y niños flotaban ahogados a la deriva.  Y los que se ahorcaron lo habían hecho dándole la espalda al sendero por donde sabían que habría de pasar el enemigo, para expresar su desdén y su furia, para que aún en la muerte no expirara el orgullo, mirando hacia sus encumbradas montañas al momento de morir, ahora con la mirada muda y yerta clavada en los lejanos horizontes de su patria.
            El oro se perdió en el lecho insondable del lago.  Y los conquistadores se sintieron invadidos por un entumecimiento hacia los aldeanos en su vano atentado de negar lo que veían.  Por unos momentos apenas su entusiasmo frenético por el oro se adormeció, hasta cuando comenzaron a descender hacia su campamento, huyendo del olor nauseabundo y de la plaga que temían, y se dieron cuenta de que esta gente primitiva prefirió morir a vivir esclavizada bajo su yugo.  Luego, en su precipitada retirada -la primera que habían sufrido en todas sus campañas- se sintieron defraudados y traicionados por su muerte, y su indiferencia se transformó en incredulidad.  Se preguntaron indignados cómo estos bárbaros herejes osaron mostrar tan obstinada burla, tan sutil escarnio, desprecio tan profundo como para morir así, dándole la espalda a tan nobles conquistadores.
            La noche apagó la luz de aquel día y una cortina crepuscular de figuras desentrañadas reposaron vigiladas de cerca por saciados centinelas.  Y los ojos vacíos de los cielos, pájaros y ahorcados se fijaron paulatinamente sobre la imagen de cada cual, mientras que la cortina, apenas oscilada por la suave, tibia brisa, se volvió densa, indistinguible, hueso frotando contra hueso, carne contra carne, pluma contra pluma.  La oscura, silenciosa, enorme ala de aquella noche engolfó lentamente a la vida y a la muerte, mientras que el sueño inmortal giró entre las estrellas, como había sucedido desde el principio del mundo.
            Cuando amaneció, los soldados atendieron la primera misa celebrada en el valle en el sepelio de dos de los victoriosos que habían muerto -uno de malaria y el otro de una herida vieja-, mientras que los sobrevivientes de la aldea, algunas mujeres, los enfermos y tullidos, los ancianos, destruidos y agobiados por las cadenas de una esclavitud que jamás habían cargado, miraban desde una distancia con grave asombro y con un temor reciente que para ellos era desconocido.
Primera misa en Brasil. Pintura de Victor Meirelles. Museo Nacional de
Bellas Artes de Brasil
            Ora pro nobis.
            Pero a la vez que repetían las oraciones mecánicamente, la imagen de las interminables filas de cuerpos morenos y medio desgarrados, de aquellos ahorcados en medio del enjambre de gallinazos que devoraban la carne ya purulenta, y el espectáculo de los cadáveres de mujeres y niños flotando en las aguas del lago, permaneció aún con los conquistadores.  Años más tarde, al regresar a su patria, ésa sería la imagen que recordarían con frecuencia y la que para ellos describiría para siempre su impresión imborrable del nuevo mundo que conquistaron.  Pero por ahora, por lo menos supieron con certidumbre que sería imposible hablar de piedad o de amor hacia sus compañeros de armas, aquellos dos que vinieron a morir en este valle del nuevo mundo que andaban conquistando a toda costa en el nombre de Dios y para honra y gloria de su rey.  Ahora, con el suceso tan fresco todavía en su memoria, no podían pensar en otra cosa, su mente no les permitía ahuyentar ese recuerdo mórbido, otorgarles campo para otro pensamiento refrescante o consolador.  Sólo mantuvieron las visiones absurdas y macabras de la tarde anterior, imágenes que desalojaban cualquier otro pensamiento.  Así, arrodillados en esta tierra salvaje era extraño que uno compartiera con otro soldado todos los años de destitución y fatiga, la exultación de cien campañas y sentirse sin embargo ajeno ahora durante la hora de su funeral.  Sólo se podían repetir, como autómatas, palabras viejas aprendidas durante la niñez –Dominus vobiscum- y arrodillarse de nuevo al oír la campana, oliendo el aroma del incienso.  Y los ojos eludían la cruz con el Cristo extendido y se desviaban de vez en cuando subrepticiamente hacia la colina, donde estaba el lago, sin saber por qué.
            Nunc et in hora mortis nostre amen.
            Sí. Ahora y en la hora de nuestra muerte.

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