Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano (1485-1547) |
La neblina se levanta con lentitud cuando el sol temprano se remonta por la cordillera. Párate en alguna de las colinas mirando
cualquiera de los ríos que se precipitan por los abismos hasta perderse en la
lejanía de los valles inmensos, viajando constantes entre las bóvedas verdes de
las selvas en su curso inevitable hacia el mar, y si fue aquí donde naciste, si
en esta tierra viviste tu juventud, si por estas laderas están enterrados tus
antepasados, sabrás que te pertenece.
Ya verás que la neblina se desvanece
con el tiempo y con el ardor del día, y que los verdes, vastos campos, se
aclaran, exhibiendo su infinita belleza.
En el Sur hay una cadena de montañas
que surgen del mar contra el viento hostil del Occidente. Comienza donde la tierra es fría, oscura y
desierta. A veces las colinas se rinden
y caen de nuevo en el mar, pero poco a poco se rebelan contra las aguas
turbulentas que no las dejan surgir y moviéndose hacia el interior del
continente se encaraman hacia el cielo formando las alturas más soberanas del
mundo. Si miras hacia el Oriente verás
primero las pampas salvajes que parecen extenderse hasta el infinito.
Si caminas hacia el Norte, verás
selvas impenetrables, enmarañadas con ríos profundos. Después, mucho más al Norte, por los mares
cálidos, por las playas de arenas suaves donde se abren los horizontes,
sentirás la sensualidad del trópico en las laderas fértiles y en los valles de
belleza incomparable donde te sentirás abrazado por las montañas de tu tierra.
Aun cuando fueras un extraño que
jamás vio este lugar, sabrás con certeza que el camino hacia una patria tan
hermosa no existe; y si dejaras que esa tierra se te metiera entre las venas te
darías cuenta de que la quieres porque lo que promete es libertad.
Pero si hubieras vivido aquí diez
mil años y ya ni siquiera pudieras distinguir tu mano de la tierra que empuña;
si hubieras escarbado esta tierra con el sudor diario de tu trabajo; si en tu
idolatría hubieras moldeado su barro para adorarlo; si tu madre te lo hubiera
restregado en tus entrañas aún antes de tu nacimiento; y sin embargo, ni tu
amor, ni tu trabajo, ni tu muerte lograran hacerla tuya, entonces ni cielo, ni
tiempo, ni los dioses, ni las cien plagas asquerosas cuyas crueldades y pestilencias
han sido tus compañeras, ni siquiera el fuego infernal de los hijos tiranos del
conquistador con sus armas ultramodernas de acero, podrán prevenir que algún
día te levantes con tus puños rasgando el cielo a reclamar lo que es tuyo y lo
que eres; y sabrás tan seguramente como sabes que nada existe en el mundo de
hermosura igual a lo que ves desde las cumbres de tus cordilleras, que no
importa cuánto demores, llegará el día cuando saltes enfurecido como el cóndor
de tus montañas para sacarle los ojos a tus opresores; o cuando te le acercarás
sin ser notado a la hora menos prevista, como te lo enseñó la víbora que se
arrastra por tus desiertos, para envenenarle la sangre a tus atormentadores,
arrebatándoles la tierra que te pertenece, recobrando para siempre lo que le
robaron a tus abuelos; porque la tierra es de aquellos que la tocan con
ternura, con su aliento y su sudor. Y
tú, que estás parado en aquella cima, sabes mejor que nadie que es éste el
único conocimiento que te ha fortalecido desde aquella madrugada implacable
cuando tu sojuzgador apareció hace ya más de quinientos años, envuelto en la
bruma del río, cuando primero oíste el ruido atronador de los cascos de su
poderoso caballo arrasando tu plácido valle sorpresivamente, con aquel desaforado
jinete de la lanza y el armazón, el escudo impenetrable y la cruz, aquel ente
que resultó ser un hombre como tú pero que al verlo por primera vez no lo
pudiste diferenciar de la bestia que montaba porque jamás los habías conocido,
cuando viste a aquellos conquistadores barbudos que rugían en un idioma
extraño, cuya piel era tan blanca como la espuma de tus ríos y que anhelaban
por el oro como nosotros anhelamos por el agua cuando en nuestro largo viaje
corremos sedientos por los lejanos desiertos, o por la sal cuando la carne de
la caza está por ser consumida, o como siempre anhelaremos por la libertad.
Antes de que los invasores llegaran
a nuestro pueblo, reunimos todo el oro y todos los tesoros de nuestros amados
dioses y los llevamos a la cima de la colina donde nacimos por generaciones,
donde nos esperaba un lago, donde uno no debía temerle al mal porque un dios
estaría allí siempre protegiéndonos, uno de día y el otro de noche, sol y luna
mirando hacia abajo.
Éramos más de mil los que subimos a
la cima de la montaña aquel día, contando las mujeres y los niños. Los viejos, los infantes y los enfermos se
quedaron en el pueblo. En silencio
arrojamos todas las posesiones codiciadas por el guerrero blanco en la parte
más honda del lago. El oro y las imágenes
talladas y adornadas con piedras preciosas que para nosotros eran sagradas, se
hundieron rápidamente en las sombras profundas e inaccesibles.
¡Los ecos sonoros de los cascos de
las bestias se oyeron a través de las montañas!
¡Y luego apareció, envuelta en las sombras de la muerte, azotando el
valle con el galope frenético de sus briosos corceles, aquella monstruosa
cabalgata, con la antigua blasfemia de feroces conquistadores en los labios
lívidos; y la erizada, enloquecida estampida estalló repentinamente con un
atronador satánico, dejando atrás sólo la huella macabra de sangre y cenizas!
Selva Amazónica |
Al día siguiente las chozas todavía
en llamas como antorchas humeantes en la inmensa cicatriz inflamada del valle,
crepitaron hacia el cielo palpitante donde la llaga abierta del sol se
desangraba febrilmente.
Pero ni el oro ni los dioses fueron
hallados: sólo algunos sobrados entre las ruinas abandonadas en la prisa del
éxodo. Los invasores esculcaron
cuidadosamente cada choza antes de quemarla y su furia aumentó hasta
convertirse en frenesí al segundo mediodía cuando al fin arrancaron una
confesión a una de las sangrientas lenguas moribundas que torturaron sin
compasión.
Los conquistadores subieron en fila
por la colina, profanándola por primera vez, en busca de los aldeanos y del oro
que no se dejaban atrapar, seguros de encontrarlos en la cima, junto al
lago. Pero al volcarse en su apremio
sobre la cumbre de la colina una orgía funesta los sobrecogió súbitamente y un
olor sofocante de putrefacción los sobrecogió, haciéndolos retroceder,
espantando a estos indómitos corceles cuando vieron el aleteo de millares de
agitadas plumas de incontables buitres, aplauso de una muchedumbre diabólica de
alas negras -ovación de la muerte al victorioso- mientras que revoloteaban
salvajemente en nubes siniestras de cadáver a cadáver con sus festivos picos
rojos y garras disputándose, ávidos y glotones, los pedazos desgarrados de
intestinos; estas aves de rapiña que se tragaban la carne, que ya comenzaba a
descomponerse, de los aldeanos que se habían ahorcado de las ramas de los
mangos que rodeaban el tranquilo lago donde muchas mujeres y niños flotaban
ahogados a la deriva. Y los que se
ahorcaron lo habían hecho dándole la espalda al sendero por donde sabían que
habría de pasar el enemigo, para expresar su desdén y su furia, para que aún en
la muerte no expirara el orgullo, mirando hacia sus encumbradas montañas al
momento de morir, ahora con la mirada muda y yerta clavada en los lejanos
horizontes de su patria.
El oro se perdió en el lecho
insondable del lago. Y los
conquistadores se sintieron invadidos por un entumecimiento hacia los aldeanos
en su vano atentado de negar lo que veían.
Por unos momentos apenas su entusiasmo frenético por el oro se
adormeció, hasta cuando comenzaron a descender hacia su campamento, huyendo del
olor nauseabundo y de la plaga que temían, y se dieron cuenta de que esta gente
primitiva prefirió morir a vivir esclavizada bajo su yugo. Luego, en su precipitada retirada -la primera
que habían sufrido en todas sus campañas- se sintieron defraudados y
traicionados por su muerte, y su indiferencia se transformó en
incredulidad. Se preguntaron indignados
cómo estos bárbaros herejes osaron mostrar tan obstinada burla, tan sutil
escarnio, desprecio tan profundo como para morir así, dándole la espalda a tan
nobles conquistadores.
La noche apagó la luz de aquel día y
una cortina crepuscular de figuras desentrañadas reposaron vigiladas de cerca
por saciados centinelas. Y los ojos
vacíos de los cielos, pájaros y ahorcados se fijaron paulatinamente sobre la
imagen de cada cual, mientras que la cortina, apenas oscilada por la suave,
tibia brisa, se volvió densa, indistinguible, hueso frotando contra hueso,
carne contra carne, pluma contra pluma.
La oscura, silenciosa, enorme ala de aquella noche engolfó lentamente a
la vida y a la muerte, mientras que el sueño inmortal giró entre las estrellas,
como había sucedido desde el principio del mundo.
Cuando amaneció, los soldados
atendieron la primera misa celebrada en el valle en el sepelio de dos de los
victoriosos que habían muerto -uno de malaria y el otro de una herida vieja-,
mientras que los sobrevivientes de la aldea, algunas mujeres, los enfermos y
tullidos, los ancianos, destruidos y agobiados por las cadenas de una
esclavitud que jamás habían cargado, miraban desde una distancia con grave
asombro y con un temor reciente que para ellos era desconocido.
Primera misa en Brasil. Pintura de Victor Meirelles. Museo Nacional de Bellas Artes de Brasil |
Ora
pro nobis.
Pero a la vez que repetían las
oraciones mecánicamente, la imagen de las interminables filas de cuerpos
morenos y medio desgarrados, de aquellos ahorcados en medio del enjambre de
gallinazos que devoraban la carne ya purulenta, y el espectáculo de los
cadáveres de mujeres y niños flotando en las aguas del lago, permaneció aún con
los conquistadores. Años más tarde, al
regresar a su patria, ésa sería la imagen que recordarían con frecuencia y la
que para ellos describiría para siempre su impresión imborrable del nuevo mundo
que conquistaron. Pero por ahora, por lo
menos supieron con certidumbre que sería imposible hablar de piedad o de amor
hacia sus compañeros de armas, aquellos dos que vinieron a morir en este valle
del nuevo mundo que andaban conquistando a toda costa en el nombre de Dios y
para honra y gloria de su rey. Ahora,
con el suceso tan fresco todavía en su memoria, no podían pensar en otra cosa,
su mente no les permitía ahuyentar ese recuerdo mórbido, otorgarles campo para
otro pensamiento refrescante o consolador.
Sólo mantuvieron las visiones absurdas y macabras de la tarde anterior,
imágenes que desalojaban cualquier otro pensamiento. Así, arrodillados en esta tierra salvaje era
extraño que uno compartiera con otro soldado todos los años de destitución y
fatiga, la exultación de cien campañas y sentirse sin embargo ajeno ahora
durante la hora de su funeral. Sólo se
podían repetir, como autómatas, palabras viejas aprendidas durante la niñez –Dominus vobiscum- y arrodillarse de nuevo al oír la campana, oliendo el
aroma del incienso. Y los ojos eludían
la cruz con el Cristo extendido y se desviaban de vez en cuando
subrepticiamente hacia la colina, donde estaba el lago, sin saber por qué.
Nunc
et in hora mortis nostre amen.
Sí. Ahora y en la hora de nuestra
muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario