GASTRONOMIA

martes, 10 de enero de 2012

BELMONTE EN LOS OJOS DE FRAY LUIS DE LEÓN, por Alfredo Villaverde


Fray Luis De León nace en Belmonte (Cuenca) en 1527 y muere en Madrigal de las Altas Torres (Ávila) en 1591. Hijo de abogado y consejero real, estudia en Madrid, Valladolid y salamanca donde tiene a eximios maestros como Melchor Cano en sus estudios de Teología y Filosofía. En 1544 profesa en la Orden Agustina y en 1560 obtiene la Cátedra de la Biblia y la de Santo Tomás el año siguiente, ambas en la Universidad de Salamanca.
            De 1572 a 1575 sufre presión inquisitorial por su obra, especialmente por su traducción del “Cantar de los Cantares” desde la versión hebrea d la Biblia. Recién salido de la cárcel se incorpora a sus clases donde dice la célebre frase: “Decíamos ayer…” En 1579 obtiene una nueva cátedra, la de la Sagrada Escritura y llega a ser Provincial de su Orden, siendo objeto de una nueva persecución por parte de la Inquisición.
            De forma greco-latina y neoplatónica, la obre de fray Luis de León lo situa en la cumbre de la literatura ascética del siglo XVI. De ella mencionamos “De los nombres de Cristo”, “La perfecta casada”, sus “Obras poéticas” en la que utilizó la variedad estrófica conocida como Lira, y su “Epistolario”. Falleció en Madrigal de las Altas Torres cuando preparaba una revisión de la obra de Santa Teresa de Jesús.

            La tarde se incendiaba en la besana entre crujir de trigos y canto de cigarras. Allá arria, el castillo flotaba en la calima, un navío celeste y pétreo, vigía las almenas desmochadas y salones habitados de historia. El frailecillo agustino de ojos verdes, inquietos, y noble cabeza sobre el menudo cuerpo, abrió otra vez la carta y leyó las palabras de su antiguo discípulo, el Juan de San Matías que ahora había incorporado el signo de la Cruz en su servicio carmelitano a Jesucristo; Estimado y reverenciado maestro en nuestro Señor Jesucristo. Finalmente, mis hermanos reunidos en Capitulo General en Madrid no entienden ni aprueban los caminos que me llevan a la unión con el amado y el goce que ello proporciona a mi alma, así que han decidido mi retiro de las tareas que me recomendaron. Que equivocados están al pensar que ello pueda a partarme de mi camino, de mi lucha, de mi unión con él.
            De nuevo las palabras como las primeras sombras que puntean de noche los muros encalados de las casas, penetran en su corazón y destilan en él un poso de amargura, un lamento apasionado e íntimo que pronto busca acallar dejando ir su mirada sobre los campos maduros y el caserío ungido por su silencio.
            Belmonte se despereza del sesteo solar como si quisiera pedirle que no se vaya, que permanezca aquí donde nació a la espera de partir al encuentro con ese Cristo amado que él ya sabe próximo. Y fray Luis navega de los recuerdos que lo hermanan con Juan de la Cruz, en sus años de magisterio en Salamanca, en su pasión por conseguir que ese amor pleno y extenuante a Dios que descubre maravilloso e inigualable en “El Cantar de los Cantares” llegue a todos los corazones y los envuelva de gozo y adoración a él. Y desfilan en su memoria los rostros graves y las miradas de frio y reproche de sus jueces inquisitoriales, los días bañados de silencio en su celda: “Aquí la envidia y la mentira me tuvieron encerrado”. Nunca pretendió la fama ni la grandeza, sino que ese amor al Creador que sentía fuese compartido por todos los demás como un don maravilloso de valor inapreciable.


Vivir quiero conmigo
gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas, sin testigos,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanza, de recelo.


            Una vida llena de inquietud y de pasión donde él seseara sosiego y calma. Siente un escalofrío, una punzada de dolor que se revela nueva, como una esquila triste que interpretara para él las últimas notas de su existencia. Mira el horizonte más allá del castillo y de la tierra amada para encontrar la senda de su última residencia. De nuevo los versos replican su corazón:


Sierra que en el cielo
Altísimo y que gozas de sosiego
que no conoce el suelo,
adonde el vulgo ciego
ama el morir, ardiendo en vivo fuego.
Recíbeme en tu cumbre,
recíbeme, que huyo perseguido
la herrada muchedumbre,
el trabajar perdido,
la falsa paz, el mal no merecido.


Él que buscó siempre la verdad desnuda, sin velo, camina otra vez por el filo agudo de la incomprensión, de los intereses eclesiásticos, los intereses bastardos y las ánsias desmedidas del poder. Y recuerda a sus amigos, a los que como él sufrieron persecución acusados de judaizantes o heréticos: Arias Montano, Francisco de la Torre, Juan de Almeida, el Brocense, Francisco de Salinas, Juan de Grial, Pedro Chacón… Por un momento, junto a ellos, aparecen los rostros de sus acusadores revestidos de odio y soberbia pero pronto los borra de su mente. Se sabe próximo a partir y siente que esa es la última vez que sus ojos alambrarán la memoria de estas calles y el recuerdo de sus pasos infantiles en perpetuo asombro ante la gigantesca figura del castillo que los preside.
CASTILLO DE BELMONTE
            Y una lágrima se desliza callada por sus enjutas mejillas mientras toma el camino de Ávila y deja que se derrame en su interior el bálsamo de sus propias palabras: “Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto para que por esta manera, estando todos en mi y yo en todos los otros y teniendo yo su ser de todos ellos, y todo  y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda esta máquina del universo y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias y quedando no mezclados se mezclen y permaneciendo muchos no lo sean y para que, extendiéndose y como desplegándose delante de los ojos la variedad y diversidad venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo cual es avecindarse la Criatura de Dios, de quien mana, que tres personas en una estando y en infinito número de excelencias no comprensibles, una sola y perfecta y sencilla excelencia se nos da de Cristo”



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