GASTRONOMIA

domingo, 19 de febrero de 2012

RASPUTÍN Y LA VISIÓN DEL ZAR, Por Hugo Santander


El Zar Nicolás

Tanto historiadores como biógrafos coinciden al afirmar que el Zar Nicolás fue en un principio renuente a los consejos del monje Rasputín; la curación repentina de su hijo hemofílico daría pié a una abnegación que sacrificaría a un millón setecientos cuarenta y siete mil doscientos cincuenta y un jóvenes rusos ante los cañones teutones. Una motivación no menos supersticiosa de dicho sacrificio puede leerse en las tediosas Mémoires de la condesa Fiedka Jaruzelski (1843 – 1921), quien en la página ciento ocho de su segundo volumen relata una anécdota que daría no sólo cuenta de la desidia del Zar, sino así mismo de su parsimonia durante la Revolución de Octubre. Omito a continuación las onerosas elucubraciones de la condesa:
«...Aunque ya fuesen casi las dos de la madrugada el ambiente aún era aprehensivo.  
—Todos los déspotas sufrirán como cerdos degollados —dijo entonces Rasputín ante el espejo—, hasta que la última de sus víctimas alcance la felicidad.
—No soy un déspota—musitó el Zar con sorna—, y si lo fuera sus profecías me tendrían sin cuidado.  Como la mayoría de los gobernantes de este mundo hipócrita y egoísta he elegido ser agnóstico.
—¿Agnóstico? —intervino la zarina—; el término refiere a la ignorancia.
—¿No cree usted en Dios? —preguntó Rasputín.
—Si creyese ya me hubiera destruído a mi mismo, tal y como ha ocurrido con tantos santos y mártires —el Zar rechistó—. Pero tampoco soy antirreligioso. Las religiones subsisten como el consuelo de los pobres, tal y como Schopenhauer lo prescribe. Aún razonando según los conceptos del bien y del mal que tanto pregonan los patriarcas, hay ateos que salen mejor librados que la mayoría de cristianos. Piense en Robespierre ¿Cómo obtuvo el poder? Haciendo de su patria, ya que no de su igelsia, una religión.
—Robespierre, sin embargo —intervine—, acabó perdiendo su cabeza.
—¡Luego de dominar Francia a su antojo —musití el zar.
—Hay hombres excepcionales que se esfuerzan por su patria —repuso Rasputín—, pero por su religión. ¡Ah! ¿Quién no moriría por su religión? Es por ella que un pueblo de leprosos esclavos emigró de Egipto y conquistó Canaán; es por ella que los ingleses instauraron la igualdad de los hombres ante el rey; es por ella que los derechos humanos acabaron prevaleciendo sobre los rituales de la iglesia de Roma; es por ella que un grupo de disidentes religiosos emigró a América y fundó la Unión; es por ella que Rusia ha soportado a una progenie de tiranos.
— ¿Es esa una premonición?
—Una revelación —Rasputín lo corrigió—; tan escalofriante que quienes la contemplan sufren el peligro de extraviarse en los laberintos de la mente. Somos moldes de barro, y a duras penas soportamos el resplandor del sol.
Alexandra_Fyodorovna, La zarina
El Zar, quien ya entonces había oído cierto rumor, según el cual Rasputín era capaz de compartir sus visiones de ultratumba, manifestó su curiosidad sobre el estado de los muertos.  El monje, visiblemente irritado por el escepticismo del Zar, nos advirtió que aunque la Providencia le permitía contemplar ciertos estados de padecimiento, la revelación de cualquier arcano trastornaría no sólo nuestras vidas, sino la de nuestra descendencia. Nicolás, quien ya había ingerido una cantidad imprudente de champagne, vociferó entonces que a menos que Rasputín accediese a sus demandas él mismo lo deportaría a los desiertos de Uzbekistán. La Zarina intervino entonces, como era habitual, para persuadir al monje de que organizase una de sus veladas transmundanas. Rasputín, quien en su sagacidad jamás contradecía a su benefactora (o a su querida, como las malas lenguas murmuraban), entrecerró sus ojos, y crispando sus brazos hacia el firmamento vociferó que el destino de Rusia ya estaba consumado. Casi de inmediato la Zarina ordenó a sus mucamas que nos condujesen a la pequeña capilla del palacio.
Al cruzar el jardín Rasputín interrogó al Zar sobre el nombre del difunto cuya vida le inquietaba.
— ¿Difunto?
—El hombre que más admira.
—Iván el Terrible —exclamó el Zar con un dejo de entusiasmo.
Rasputín pronunció varias palabras ininteligibles entre sus dientes. Al entrar a la capilla el monje nos invitó a que formásemos un semicírculo alrededor del altar. El Zar bromeó entonces con aire jovial sobre los posibles tormentos que sus antecesores padecían en el Hades. Rasputín, preservando su talante adusto, nos pidió que entrelazáramos nuestras manos, y tras una breve pausa nos pidió que meditásemos sobre el juicio final. Desde el silencio lo oímos entonar una letanía adormecedora.
Rasputín
No recuerdo por cuánto tiempo permanecimos en silencio; entre una hora y hora y media, hasta cuando nos percatamos de un resplandor mortecino emergiendo a nuestro alrededor. Abrí mis párpados, mas horrorizada comprobé que ningún otro músculo obedecía a mi voluntad; mis manos y mis piernas permanecieron inmóviles, como los miembros de un cadáver; mi aprehensión aumentó a medida que descubrí los rostros lívidos de mis anfitriones. Era evidente que contemplábamos una visión en un espacio irreal, y aún así concatenado a la realidad; ahora me atrevo a compararlo a las proyecciones cinematográficas tan en boga en nuestros días, con la salvedad de lo que contemplábamos no era ilusorio, sino cierto, demasiado cierto. Ante nosotros un hombre de toga blanca, de unos veintidós años, dictaba un documento a un amanuense sentado frente a un escritorio; su expresión segura y arrogante nos persuadió por un instante de su importancia como estadista o gobernante, pero en breve nos percatamos de que su cuerpo ocultaba a un ser abominable, de cuyo pecho emergía un miembro de colmillos afilados, similar a una serpiente venenosa. Nuestra primera visión no fue —ahora lo comprendíamos— sino el reflejo de esta imagen. Varios espejos se quebraron y una nueva imagen detuvo nuestra respiración —prueba fehaciente de que en cierto modo permanecíamos en ellos—. Encadenado al muro de una mina de carbón escasamente iluminada, la misma criatura gemía intermitentemente; ascuas al rojo vivo resplandecían en las cuencas de sus ojos. Su rostro demacrado nos contagió de un sufrimiento desesperanzador. Entonces percibimos un olor penetrante y nauseabundo, afín al de las letrinas en los campos de batalla. Cierto terror, aquel que sólo quienes han sufrido de vértigo o claustrofobia pueden comprender, recorrió nuestros miembros entrelazados; de un modo u otro comprendimos que aquel desgraciado era el Zar Iván.
—Su víctima más miserable —añadió Rasputín—, como el cuerpo que Iván ha de habitar. Abran los ojos
Dolorosamente recobramos nuestra compostura; jamás olvidaré la quijada caída de la Zarina, destilando baba,  ni el cabello erizado y las pupilas desorbitadas de nuestro soberano.
— ¡Y no sabe que está muerto! —chilló el Zar remilgado—. ¡Y no sabe que está muerto! 
—No lo sabrá jamás —sollozó Rasputín—; sólo somos pensamiento, y como pensamiento hemos de compartir todos los sufrimientos que fraguamos.
Sin poder ocultar nuestro horror caminamos a paso apresurado hasta el salón principal, en donde cada cual esquivó sin razón aparente los espejos que decoraban las paredes.
Al día siguiente el Zar, quien desde entonces se referiría a la muerte como a un estado placentero, declaraba la guerra a su primo en Alemania».


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